Marie Kondo ya no es Marie Kondo. Eso dice la radio mientras yo busco las llaves del coche por toda la casa.
Lunes. De repente, a media tarde, casi como una revelación, me doy cuenta de que llevo ya tiempo -años quizá- sin olvidar ni perder un triste paraguas; ni siquiera uno plegable. Me acerco al paragüero de la entrada y lo compruebo consternado. Es un dato que me preocupa porque servidor, hace nada, se echaba a la calle con ese complemento y volvía, indefectiblemente, sin él. Seguramente tendría cosas en la cabeza -algunas maravillosas- que ahora ya, lamentablemente, no están ahí para despistarme. Es curioso cómo con veinte años ni siquiera reparemos en la lluvia y con sesenta, una de nuestras mayores aspiraciones sea la de no mojarnos. Martes. Marie Kondo ya no es Marie Kondo. Eso dice la radio mientras yo busco las llaves del coche por toda la casa. Sí que sigue respondiendo al mismo nombre pero tira la toalla: con el tercer hijo renuncia al orden que predicaba y se apunta, se entrega al kurashi. Miércoles. A segunda hora miro a mis alumnos de 4. A con cierto recelo. Los conozco desde que llegaron al centro. No había notado grandes cambios en la mayor parte de ellos hasta este curso; hasta esta evaluación. Me atrevería a decir que algunos de los que regresaron al aula tras el verano son unos impostores: esa voz no es la de June, ese pronto nunca lo tuvo Galder; Ibai no se reía con ese desparpajo; Maialen no me sacaba la cabeza. De hecho, en 2018 me escuchaban; en ciertos momentos, incluso, con un punto de fascinación. Jueves. Me entero por las noticias de que finalmente se van a enviar tanques a Ucrania y me viene a la cabeza alguna escena de Fury, un peliculón que consigue hacerte sentir dentro de uno de esos cacharros. En aquel caso era un trasto de hojalata, un Sherman que se acaba convirtiendo -también para el enemigo- en una ratonera. Por lo que se ve en la televisión poco queda de aquellas cafeteras en esos sofisticados Leopards que hacen honor a su nombre y a los que se confía el final de la guerra. Aquel pesado dragón se ha transformado mágicamente en un felino. Viernes. Termino el día viendo una nueva entrega de First Dates. Con la segunda pareja -un monitor de fitness de Murcia y una joven de Valladolid que asegura que desde que fue abducida es otra persona- me asalta el cansancio de toda la semana. Oigo, camino del dormitorio, que él no quiere tener una segunda cita. Ella, con una voz metálica, había asegurado segundos antes que sí. Sábado. Al parecer -hay familias que parece que lo ven venir- se llama Pompeyo. Eso dice la prensa sobre el jubilado que mandaba cartas explosivas. -Había sido enterrador -añaden, buscando en el camposanto una explicación. Su entorno no da crédito aunque seguramente haya sido el propio Pompeyo el más sorprendido de ser el tipo al que andaban buscando. Quizá insistía en sus envíos para convencerse de que era él quien los efectuaba: no se lo acababa de creer; ahí estaban cada mañana su edad y su rutinaria vida de pensionista para desmentir a ese Pompeyo incendiario. Domingo. Aunque sólo relativamente. Tiene algo de la impaciencia de los jueves, algunos minutos, muy pocos, de sábado; varias horas, a media tarde, de lunes. Al anochecer salgo a dar un paseo por el muelle. Ya no llueve pero conviene llevar paraguas. No, nunca se sabe. En fin.
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Un compañero me hace ver que la letra del último tema de Shakira está llena de recursos literarios, que en ese temazo hay una excelente situación de aprendizaje que no deberíamos dejar escapar; que incluso se podría hacer una unidad multidisciplinar con Valores éticos y con Música. Lunes. Tecleo Twingo en el navegador y veo que aún se sigue fabricando. Tengo una amiga que le sacó punta a esa marca. -Tenía menos detalles que un Twingo -decía para referirse a una pareja con la que acabó rompiendo. A veces alternaba con el Panda. -Tenía menos detalles que un Panda -insistía con cierto despecho. Me cuesta recordar los primeros Twingos; aquellos con los ojos entornados; los faros, quiero decir. Al Panda sí que le pongo cara; carrocería, vamos.
Martes. Un compañero me hace ver que la letra del último tema de Shakira está llena de recursos literarios, que en ese temazo hay una excelente situación de aprendizaje que no deberíamos dejar escapar; que incluso se podría hacer una unidad multidisciplinar con Valores éticos y con Música. -Metáfora, antítesis, paradoja… hay incluso calambur -me dice, casi me tararea, emocionado. -Sal-pique, Clara-mente… -insiste. Tiene mi edad y lleva varias, demasiadas reformas a las espaldas. Quizá no deberíamos seguir en esto hasta los sesenta y siete. Miércoles. Noto los pies inquietos. Tal vez esté llevando esto demasiado lejos. Lo de los calcetines: me dan muchísima pena los que se quedan solos, bien porque sus parejas hayan sorteado peor el paso del tiempo, bien por una inexplicable desaparición en el tambor de una lavadora. Creo -fuerzo, quizás- una nueva relación entre aquellos que quedan desparejados y que mantengan cierta semejanza; que compartan tamaño, género, textura… color al menos y vuelvo a ponérmelos. Sin embargo, hoy especialmente, noto los pies incómodos, desavenidos; como de mal rollo. De hecho me cuesta juntarlos e incluso andar equilibradamente. Y el asunto no se queda en los pies: me resulta difícil concentrarme, escribir una frase al derecho, dar una clase en condiciones. Jueves. La última hora de 4. A se me hace interminable. Miro una y otra vez con disimulo mi Casio. Sí, me aprietan un poco los calcetines; son nuevos. Viernes. Descubro en la Wikipedia que Georg Gänswein, el secretario de Benedicto XVI “es el mayor de cinco hermanos, hijo de un herrero de séptima generación y una maestra. En su juventud fue instructor de esquí, ávido deportista, futbolista, tenista y cartero. Ingresó en el Seminario de Friburgo de Brisgovia.” A veces en esta enciclopedia virtual uno encuentra pura literatura: esa “séptima generación”, que figure ese oficio de “cartero” como uno más de los deportes que practicaba con “avidez”. Con “avidez”... Pero sobre todo ese ingreso en el seminario del que da noticia -ojo al cristo- tras un punto y aparte, tras un cambio de párrafo que parece sugerir una lesión; que nos permite abrigar un desengaño personal… No, de momento no dice nada de sus polémicas memorias. Sábado. Mientras conduzco dicen por la radio que el príncipe Harry afirma en su libro, un auténtico best seller, que está circuncidado. El navegador del coche interrumpe al locutor para recordarme que dentro de 500 metros haga el favor de tomar la salida 103 y que a 500 metros encontraré un peaje. Domingo. Nada especial. Bueno, sí… -Después de dos años se personó en casa -escucho decir a una mujer en el metro por el móvil. Personarse… En fin. Que vengan los malos tragos que nos hayan caído en el sorteo mientras haya una cerveza fría esperando en la nevera; que nos comeremos el brócoli si no nos quitan el beicon. Porque le vamos a coger al nuevo año de las solapas para preguntarle qué carajo hay de lo mío, de lo nuestro.Ha sido, sí, un final de año complicado en el que creo haber entendido algunas cosas; no muchas. Tampoco todas. La más importante, sin duda, es que hay momentos de los demás, incluso de los más queridos, que quizá no nos pertenezcan. Especialmente los últimos: esos en que buscan y, posiblemente buscaremos, a tientas la puerta de salida.
Por eso durante aquellas semanas de octubre había preferido ir al hospital al final del día. A esa hora se declaraba en aquella primera planta de oncología una especie de tregua tácita. Poco o nada quedaba de la desigual batalla que durante el resto de la jornada se libraba contra la enfermedad. El diagnóstico poco esperanzador de la mañana, el dolor de la tarde, las pruebas, los TACs quedaban aparcados durante unas horas de armisticio en que aún se podía abrigar la esperanza y hasta conciliar, durante unas horas, el sueño. Porque todo era posible con la llegada de la noche, que resultaba balsámica, conciliadora, confidente. Incluso a ese intestino bloqueado por la metástasis cabía darle otra oportunidad que, lamentablemente, nunca llegó. Tardé en levantarme de la silla. Estuve allí durante las primeras horas de la sedación, de ese difícil tránsito entre la niebla, hasta que comprendí que esa iba a ser la imagen definitiva que me iba a llevar de Paco; que esa era la escena que reproduciría, cabezona, mi memoria y no otra. Por mucho que yo quisiera engañarla, llevarla por otros caminos o recuperar otros momentos. Ray Loriga lo advierte en “Tokio ya no nos quiere”: “La memoria es el perro más tonto, le tiras un palo y te devuelve cualquier cosa”. Y lo cierto es que la muy cabrona lo está bordando; con una terquedad y una precisión inasequible al desaliento: los espacios, el tacto, los gestos, las palabras de aquellos instantes. Ha sido, sí, un final de 2022 para regalar. También por otra pérdida; la de Jabi. Quise, quisimos pensar, por la fecha, los Santos Inocentes, que se trataba de una tomadura de pelo, que nos estaban vacilando; incluso dudamos de la veracidad de la esquela que nos rebotaron por whatsapp. Y no tanto por la muerte en sí sino porque se trataba de Jabi; nada menos que de Jabi. Porque Jabi, nuestro compañero del insti, estaba mucho más vivo que cualquiera de nosotros. Hasta las familias nos preguntaron qué había de cierto en aquella solemne estupidez, porque tenía que tratarse de eso, de una estupidez, de una jodida broma de muy mal gusto. Ha sido, sí, un final de año en el que creo haber entendido algunas cosas; no muchas. Tampoco todas. La más importante, sin duda, es que la muerte no siempre llama a la puerta; la muerte tiene llaves. No se entretiene tocando el timbre o llamando delicadamente con los nudillos. Irrumpe. Por eso creo que debemos dejarle las cosas claras al 2023 desde el principio. Que nos comeremos nuestros dolores de cabeza si de vez en cuando nos cae algún orgasmo. Que tragaremos con los lunes que nos toquen pero que no pensamos perdonarle ninguna tarde de viernes, ninguna mañana de sábado. Que sólo encajaremos los golpes bajos si alguien nos devuelve complicidad y apoyo. Que vengan los malos tragos que nos hayan caído en el sorteo mientras haya una cerveza fría esperando en la nevera; que nos comeremos el brócoli si no nos quitan el beicon. Porque le vamos a coger al nuevo año de las solapas para preguntarle qué carajo hay de lo mío, de lo nuestro. Ha sido, sí, un final de año complicado en el que creo haber entendido algunas cosas; no muchas. No, tampoco todas. La más alarmante, sin duda, es que, como decía Hemingway, “vivimos esta vida como si lleváramos otra en la maleta”. Y que no… que no podemos seguir así. Que bienvenido sea el invierno siempre que a finales de marzo nos asalte la certeza de la primavera. Que vamos a vivir. Intensa y deliberadamente. En fin. Hay una canción de Chuck Berry, You never can tell, que se hizo eterna gracias a que sacó a bailar, en una escena mítica de Pulp Fiction, a Mia Wallace y Vincent Vega, interpretados magistralmente por Uma Thurman y John Travolta. Desde que el tío Chuck la compuso en 1963, se ha versionado en multitud de ocasiones; en la mayor parte de ellas -también en la de Bruce Springsteen- se ha respetado su ritmo vertiginoso original; ese que hace que ya con los primeros compases se te vayan los pies: “C'est la vie, it goes to show you never can tell". La única que se atrevió a convertirla en una balada fue Elise Legrow en un romántico cover que publicó en 2017; transformó aquel twist en un tórrido agarrado que está subido a YouTube. Y es que you never can tell, nunca puedes decir de este agua no beberé o este cura no es mi padre. Me viene el título de ese temazo a la cabeza dándole una vuelta a la actualidad; en qué han devenido y devienen los acontecimientos con que se nutren los medios de comunicación en estas fechas tan entrañables. Y me explico. Quién nos iba a decir, sin ir más lejos, que el conflicto de Ucrania y sus repercusiones energéticas iban a bendecir a gobiernos hasta hace nada demonizados como el de Venezuela o Argelia (este último acaba de condenar al líder bereber Ferhat Mheni a cadena perpetua); ha blanqueado a tipos como Mohammed bin Salman, hundido hasta las corvas en un asunto tan embarrado como el de Jamal Khashoggi. Y todo esto sin rascar demasiado. Quién iba a pensar que Marruecos no era Marruecos o, al menos, el Marruecos que se presumía. Quién nos iba a decir que el Departamento de Educación iba a pedir a los centros de enseñanza concertada que publiquen las cuotas que -en principio no cobraban- cobran a las familias. Quién iba a decir que ese ejercicio imprescindible de transparencia iría camino de convertirse en la excusa perfecta para conseguir aún mayor financiación: siendo como somos desde hace décadas el mejor referente en segregación escolar, en filtros de todo tipo. You never can tell… Quién nos iba a decir que los informativos iban a contar, especialmente en Navidad, las noticias en clave económica; que los partes informativos iban a abrir con números de ocupación hotelera y de gasto que, afortunadamente, ya se aproximan a los de prepandemia; con imágenes y entrevistas que espolean aún más ese consumo vertiginoso, desenfrenado, que niega la mayor: que comer tres veces al día sea con frecuencia en muchas casas un lujo, que para muchos quede mucho mes al final del sueldo. You never can tell… Acaso la próxima reforma, la que sucederá en breve a la LOM-LOE perseguirá como perfil de salida formar consumidores, gente responsable que dinamice la economía. Quién nos iba a decir que esos dos sonetos de Aresti iban a aparecer así, dentro de un manual de texto de religión. You never can tell qué te vas a encontrar dentro de un libro. Difícil saber si acabaron allí como marcapáginas o buscando refugio o escondite. Emocionan esos libros tomados en préstamo de una biblioteca que entre sus páginas tienen aún arena de alguna playa. Si sorprenden al lector, qué no harán con los personajes que los habitan. En fin.
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Me pierde la Lengua
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February 2023
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